Un cuento de Victoria García Laborda

Se miró en el espejo del armario. El vestido le quedaba un poco ancho porque había adelgazado bastante. El volante que había cosido en el bajo lo alargaba hasta debajo de la rodilla: suficiente para cumplir con las últimas normas sobre la decencia franquista.
Recordó cuándo había estrenado el vestido: un sábado de mayo de 1935.
Su hermano Manuel la había llevado a una reunión organizada por la FAI. Al comienzo hubo una velada poética. Varios compañeros recitaron poemas de García Lorca, de Machado, de León Felipe… Un amigo de su hermano, Pedro, recitó “La marcha triunfal” de Rubén Darío, con gran sentimiento. Elisa creyó notar que se la dedicaba a ella, porque Pedro la miraba muy fijamente.
Después del recital tomaron unas tapas que habían traído las chicas y después un grupo de compañeros comenzaron a tocar boleros, pasodobles y tangos. Pedro la saco a bailar y ya no la soltó en toda la noche. Al despedirse le preguntó si le apetecía salir con él. Allí comenzó todo. Eran tiempos normales, antes de perder la guerra…
Rebuscó en el cajón de la cómoda para encontrar un lápiz de labios que hacía años que no usaba. Lo encontró y perfiló sus labios con mucho cuidado. Le sentaba bien pero era un rojo demasiado brillante, así que decidió borrarlo con una toalla.
Se puso los únicos zapatos de tacón que tenía, que ayer había reteñido y que volvían a parecer como nuevos. Tomó un bolso y metió dentro un pañuelo, un monedero y un cuaderno pequeño donde tenía anotada la dirección de Lorenzo Santana. Tenía que ir cerca del Borne y pensó que iría a pie porque los transportes eran un desastre.
Salió del dormitorio. En el comedor estaba su madre con Rubén en brazos. El niño estaba adormecido y le costaba respirar. Le puso la mano en la frente y comprobó que seguía teniendo fiebre
-Bueno madre, me voy. No sé cuándo volveré. Sobre la mesa tiene un biberón con agua. Dele de beber de cuando en cuando. Yo ya le he dado la teta y supongo que estará tranquilo durante tres horas.
– Sí, hija. No te preocupes. En cuanto esté dormido lo llevaré a la cuna.
-Usted tiene un plato de macarrones en la cocina. Vaya con cuidado. La niña está en casa de la Pepita y comerá con ellos. Hasta luego.
Eran las nueve de la mañana y las calles estaban llenas de gente, mujeres haciendo cola ante las tiendas, hombres con sus hatillos que se dirigían a sus trabajos, o a la busca de ellos, niños que se apresuraban para no llegar tarde al colegio. A ella la había citado el señor Santana a las diez. Tenía una hora para llegar a la cita.
Puso rumbo por la Meridiana hacia la Gran Vía, ahora llamada Avenida de José Antonio Primo de Rivera. Esa calle estaba más cuidada porque allí vivía gente con dinero. Varias cuadrillas se dedicaban a arreglar los desperfectos causados por las bombas. Muchos de esos hombres eran presos políticos. Se notaba por su aspecto macilento y porque estaban rodeados por policías.
Elisa apretó el paso No quería ni mirarlos ya que era posible que hubiera antiguos compañeros y prefería no enterarse.
En la calle del Comercio buscó la dirección que le habían dado. En una puerta de madera maciza, una placa anunciaba: «Hijos de Diego Santana. Exportación de frutas de Canarias».
Con un pañuelo se limpió el polvo de los zapatos y llamó al timbre. Le abrió la puerta un hombretón uniformado, que al verla se quitó la gorra de plato y se la puso bajo el brazo.
– Soy Elisa Laborda. Tengo una cita con el señor Santana, de parte de Manuel Laborda.
– Pase señora, Don Lorenzo la recibirá enseguida.
El empleado la acompañó hasta un ascensor que les llevó hasta una sala en la que una secretaria anunció por un interfono que había llegado.
Elisa estaba un poco cohibida por el lujo que la rodeaba: alfombras mullidas, sofás de cuero marrón, cuadros enmarcados como de un museo, puertas de roble… Una de ellas se abrió y apareció un hombre alto y muy moreno de unos cincuenta años. Le sobraban algunos kilos pero tenía unos grandes ojos oscuros y una sonrisa acogedora.
– Encantado de conocerla señora Laborda. Tenga la bondad de pasar a mi despacho.
Elisa le ofreció la mano, él la estrechó e hizo un ademán de besarla, lo que hizo que Elisa se pusiera roja como un tomate.
La condujo hasta una butaca y él se sentó en otra igual frente a ella. Una pequeña mesita los separaba.
– ¿Le apetece tomar algo? Té, café…
– Un poco de agua, gracias.
Santana se acercó a su mesa de despacho y por el interfono le pidió a su secretaria agua y un café. Y volvió a sentarse frente a ella.
– Su hermano ya me puso al corriente de la enfermedad de su hijo. Yo he contactado con un amigo mío que tiene una clínica. Si le parece, mi chófer la acompañará a su casa para recoger al niño. ¿Cómo se llama?
– Rubén.
– Lindo nombre. Pues digo que podrá recoger a Rubén y lo que le haga falta y los llevará a la clínica, que está un poco lejos de su casa.
La secretaria entró con una bandeja con una botella de agua grande, dos vasos y un café, que depositó en la mesita.
Lorenzo Santana echó agua en los dos vasos.
Elisa vació el suyo, pues tenía la boca seca. Estaba atónita por la rapidez y eficacia de aquel hombre. Se notaba que estaba acostumbrado a mandar, pero su marcado acento canario dulcificaba su poder.
Santana le sirvió más agua a Elisa y él se tomó su café, saboreándolo. Se volvió a levantar y apretó un timbre de la mesa. Al momento apareció el hombretón uniformado.
– Ramón, acompaña a la señora a su casa y después de recoger a su hijo la llevas a la dirección que te he dado. Y usted, Elisa, prepárese una bolsa con lo necesario, porque seguramente se tendrá que quedar en la clínica si hospitalizan a Rubén. Y, mi niña, no se asuste que todo saldrá bien.
Elisa se levantó, no sabía que decir. Rompió a llorar.
Lorenzo le paso el brazo sobre su hombro y la acompañó hasta el ascensor.
– Ya tendrá noticias mías. Ahora tengo que recibir a unos clientes y no puedo acompañarla.
– Gracias. Es lo único que pudo decir Elisa desde el interior del ascensor.
ACERCA DEL CUENTO
Encontré este cuento al revisar algunos archivos de Victoria, mi madre. Aunque ella me leía o enviaba casi todo lo que escribía, este cuento no lo conocía.
Además del título, había un encabezamiento: «La mujer que lloraba demasiado». Supongo que la intención era reunir una serie de cuentos en una colección con ese título, que ya empleó en otra ocasión. También tuvo ese titulo el primer capítulo de una serie que preparamos con la ayuda de Ana Aranda, «Cuentas pendientes». Ese primer capítulo, a su vez, era la adaptación de un guión de Victoria que había ganado el Premio del Ministerio de Cultura de Ayudas al Desarrollo de guiones. La mujer que lloraba demasiado era una referencia a sí misma, como queda claro a cualquiera que lea los guiones mencionados y haya conocido a mi madre.
En cuanto a la protagonista del cuento, Elisa, es sin duda mi abuela Felisa. El hijo enfermo es el hermano de mi madre, Rubén, que murió de niño, aunque en el cuento parece existir la esperanza en una curación.
El cuento parece ser un recuerdo que mi abuela Felisa debió contar a mi madre, que en el tiempo de la acción todavía no había nacido, pues la niña que se menciona es mi tía Antinea.
En la fotografía que encabeza el cuento aparecen mi abuela Felisa, su hija Antinea y el niño Rubén, al que sostiene en brazos.
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