
Imagina que tienes un amigo que se llama Juan. Un día lo ves y hablas con él. Pero entonces viene alguien y te dice que ese no es tu amigo Juan. Tú lo miras y lo remiras y afirmas, como buen estoico, que eres: «Sin ninguna duda es Juan. Tengo una impresión convincente, cataléptica».
Los estoicos decían que los sabios podían tener impresiones o percepciones catalépticas, es decir absolutamente claras y distintas, indiscutibles: lo que ven (y lo que opinan) se corresponde con el mundo exterior.
Pero entonces viene otro hombre idéntico a Juan y te dice: «Yo soy Juan». Y añade: «Este hombre al que confundiste conmigo es Pedro, mi hermano gemelo»
Después, por si quedaran dudas, este segundo hombre te demuestra que es tu amigo Juan y te cuenta algo que sólo tú y él podéis saber. Por ejemplo, te muestra una herida que tú le hiciste en la rodilla, y que el otro, Pedro, no tiene.
En ese momento tu impresión cataléptica se desmorona.
Eso es lo que pensaba Carnéades: podemos tener opiniones acerca de cualquier cosa, unas más probables y otras menos probables, pero no se puede afirmar dogmáticamente que es imposible que nos equivoquemos.
Alguien dirá: no hay que ser tan quisquilloso, casos como el que has contado suceden pocas veces, son extravagancias, pero las cosas mil y una veces demostradas no se ven expuestas a ese peligro.
A eso respondo: ¿Y la física cuántica frente a la newtoniana?
¿Y los cisnes negros de Australia?
Durante varios siglos la física newtoniana se consideró la explicación definitiva de la naturaleza, que sólo había que completar detalle a detalle, investigación tras investigación, hasta abarcar cualquier segmento del universo material. Pero en el siglo XX la física cuántica mostró que la física clásica o newtoniana no era correcta en el mundo subatómico, mientras que la relativista de Einstein también refutó a Newton en las altas velocidades y la cosmología.
Lo que nos lleva al célebre libro El cisne negro, que es una llamada a la prudencia para los dogmáticos: cuidado que a veces ocurren cisnes negros. La metáfora, que procede de una sátira del latino Juvenal, fue popularizada por Nassim Nicholas Taleb en El cisne negro. Consiste en que durante siglos se recurrió a los cisnes negros en la cultura europea u occidental para referirse a algo que quedaba probado gracias a miles de observaciones (el método inductivo): todos los cisnes que se habían observado eran blancos. Por lo tanto se podía establecer como verdad: «Todos los cisnes son blancos, por lo tanto, si ves un cisne, entonces será blanco». Pero en 1697 el holandés William de Vlamingh descubrió cisnes negros en Australia y echó abajo una certeza inductiva mantenida durante más de mil años.

La certeza inductiva de la no existencia de los cisnes negros se encuentra en una sátira de Juvenal en la que dice que es tan difícil encontrar una esposa que reúna todas las virtudes como ver un cisne negro:
“Sit formosa, decens, dives, fecunda, pudica,
rara avis in terris nigroque simillima cygno.”
“Que sea hermosa, decente, rica, fecunda, pudorosa:
un ave rara en la tierra, muy parecida a un cisne negro.”
Cuando felicité a mi hermana Natalia por su 26 cumpleaños, le propuse una engañosa demostración inductiva semejante a la del cisne negro para que estuviera tranquila, pues nunca cumpliría más de 26 años (Ailatan es Natalia vista en el espejo):
Ailatan
No tienes por qué preocuparte. Hasta ahora, siempre que has cumplido años, han sido menos de 27, ¿No es cierto?Natalia
Sí.Ailatan
Entonces, razonando por inducción, seguirás cumpliendo menos de 27.Natalia
No sabía que el razonamiento inductivo fuera tan útil y provechoso.
La conclusión de todo esto es que no tenemos por qué dudar continuamente de todo, pero que conviene recordar que cualquier certeza puede, quién sabe cuándo, quién sabe cómo, revelarse dudosa.