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Sabios ignorantes y felices, de Daniel Tubau
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Los koans del escepticismo
Edipo y Stefan Zweig
Difícil de creer
Carnéades y tus dos amigos gemelos
Al principio fue el misterio
Una filosofía mundana creada por un dios
Los demonios escépticos de la India

Falsarios anónimos

Cuenta Phillip Ball en Curiosidad como Adelardo de Bath se quejaba no ya de la falta de originalidad de sus contemporáneos, sino de su carencia de deseo de serlo, hasta el  punto de que si se les ocurría una idea nueva se la atribuían a una Autoridad o autor consagrado por la tradición:

«Así, cuando tengo una idea nueva, si quiero publicarla, se la atribuyo a otro y declaro: fue fulano de tal quien lo dijo y no yo».

A pesar de que hoy en día vivimos la originalidad es un concepto casi mágico, esa práctica a la que alude Adelardo también existe, como se puede constatar con tan solo observar los miles de citas que  se atribuyen a Einstein, que parece haber dicho absolutamente todo lo que tenga que ver con creatividad, ciencia, ciencia y dios y, precisamente, originalidad.
Lo mismo sucede con todo tipo de poemas, muchos de ellos infames, que aparecen bajo el nombre de Cortazar, borges, Garcia Márquez, Saramago y mil más. Los autores de esas falsificaciones literarias se diferencias de los que falsifican obras de arte, por ejemplo cuadros o esculturas, porque estos lo que quieren es hacer creer que un cuadro fue pintado por Picasso, y para ello imitan el estilo picassiano. Sin embargo, quienes atribuyen a Borges el poema «Instantes» (parte de las sospechas recaen sobre Elena Poniatowska) parecen más bien querer que Borges se parezca a ellos o a sus gustos y no tanto imitar su estilo.

Uno se puede preguntar qué siente el falsario anónimo que ve cómo se extienden sus ideas, sus poemas o sus cartas por el mundo, y en especial por la red, pero atribuidos a escritores que no precisan de esa ayuda para ser conocidos y que, probablemente, rechazarían ser ayudados de tal manera, como hizo Borges (o al menos sus albaceas) con aquel célebre poema «Instantes».

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Cafetería en La Habana

¿Hay que suponer que el falsario piensa que sus textos son buenos? En muchos casos así será sin duda y esa es la razón, podemos creer, que les hace renunciar a su propio nombre a cambio de una mayor difusión. También esa calidad de los textos es lo que hace que se los atribuyan a un gran científico o un gran poeta, a menudo a un premio Nobel.

Estas reflexiones me hacía hace unos meses en una cafetería de La Habana cuando, de pronto, me di cuenta de que yo mismo he sido de vez en cuando un falsario y, como se da la circunstancia de que interpretamos en los demás como absurdo lo que en nosotros mismos nos parece ingenio, me abstendré de seguir juzgando a esos otros falsarios.

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