Vannevar Bush y el memex
CÓMO SE INVENTÓ EL FUTURO /1

Vannevar Bush era el consejero científico del presidente Roosevelt cuando publicó, en julio de 1945, un artículo titulado As we may think (Cómo podríamos pensar), en la revista Atlantic Monthly.

El artículo original en Atlantic Monthly

 

Bush se había dado cuenta de que el aumento de la información en el siglo XX había alcanzado unas proporciones tan desmesuradas que empezaba a resultar imposible manejarla. En siglos anteriores, una persona educada podía conocer gran parte del conocimiento impreso e incluso leer lo que se consideraba más importante, pero ahora un especialista sólo podía conocer a duras penas su limitado campo de trabajo:

«Hay una enorme montaña de investigaciones científicas que no para de crecer pero, paradójicamente, cada vez está más claro que hoy en día nos estamos quedando atrás debido a nuestra creciente especialización. El investigador se encuentra abrumado por los descubrimientos y conclusiones de miles de compañeros, hasta el punto de no disponer de tiempo para aprehender, y mucho menos de recordar, sus diferentes conclusiones a medida que van viendo la luz».

Quizá al lector le haya venido a la cabeza aquél capítulo tan citado de La rebelión de las masas de Ortega y  Gasset titulado “La barbarie del especialismo”, en el que se dice que el mundo se está llenando de especialistas que sólo conocen una parcela miserable de la realidad, y que cada vez son menos las personas que pueden alcanzar una visión global de la cultura:

«El especialista es un hombre que, de todo lo que hay que saber para ser un personaje discreto, conoce sólo una ciencia determinada, y aún de esa ciencia sólo conoce bien la pequeña porción en que él es activo investigador. Llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva, y llama diletantismo a la curiosidad por el conjunto del saber».

Los argumentos de Ortega y los de Bush son similares. Los dos advirtieron el nuevo problema al que se enfrentaba la civilización y la cultura: el conocimiento humano había salido de una larga época de tanteos y había emprendido, apenas hacía tres siglos, un camino más seguro, más riguroso, que exigía no sólo opinar, sino también recopilar información, comprobar, experimentar.  El mundo era mucho más ancho y ajeno de lo que parecía. Ya el filósofo Leibniz se refirió a “esa terrible masa de libros que continúa aumentando” y vaticinó de manera precisa lo que podía suceder en el futuro:

«Al final, el desorden se hará casi insuperable; la infinita multitud de autores pronto los expondrá a todos al peligro del olvido universal; el afán de gloria que anima a muchos que se dedican al estudio, cesará súbitamente; quizá ser escritor llegue a ser considerado tan deshonroso como fue antes honorable».

Leibniz y Sofía

Leibniz con la princesa Sofía, , sin duda charlando de filosofía.

 

A inicios del siglo XX, Fritz Mauthner consideraba imposible estar al tanto del estado presente de cada ciencia y aceptaba feliz la calificación de diletante:

«Sin duda no soy profesional en muchas ciencias… No soy profesional en las ramas de la lógica, matemáticas, mecánica, acústica, óptica, astronomía, biología de las plantas, fisiología animal, historia, psicología, gramática, ciencia lingüística india, románica, germánica, eslava… Hace muchos años hice un cálculo. Yo necesito para mi trabajo conocimientos de 50 hasta 60 disciplinas… Para cada una de estas disciplinas precisa una cabeza acondicionada lo menos cinco años para asimilarse solamente los fundamentos de un saber profesional. Yo necesitaría, pues, unos trescientos años de incesante trabajo antes de poder comenzar a escribir mis propios pensamientos…»

Sin embargo, ni siquiera trescientos años de lectura sin descanso serían suficientes:

«No soy tímido ante el trabajo. Yo hubiera ocupado en ello gustoso los trescientos años, no introduciendo en juego, como se acostumbra, ante un problema de tal magnitud, la medida de la vida humana. Pero yo me decía: suerte de las disciplinas científicas, excluidas algunas pocas, es que sus leyes no duren trescientos años; que yo, pues, tras los trescientos años de trabajo hubiera sido siempre y únicamente profesional en la última y estudiada disciplina, un diletante en las disciplinas cuyos estudios quedarán unos diez o veinte años atrás y un ignorante en las demás».

Ahora bien, a pesar de las críticas que se pueden hacer a los especialistas, también es evidente que su trabajo de hormigas recopiladoras es necesario para que filólogos como Mauthner puedan comparar con precisión una desinencia sánscrita con una latina y adelantar una teoría acerca de la relación entre ambas lenguas; o para que filósofos como Ortega y Gasset puedan hacer sus grandes síntesis filosóficas a partir de datos de las más diversas disciplinas.

Ortega parecía pensar que se podían seguir empleando los viejos métodos del siglo XIX en un mundo intelectual cada vez más inabarcable que, además, empezaba a globalizarse de verdad (¿qué mayor globalización que dos guerras mundiales en apenas treinta años?), pero Vannevar Bush creía que se podía y se debía encontrar una solución a la sobreabundancia de información. Él era consciente de que la especialización era necesaria, porque lo había podido comprobar como director del departamento científico durante la Segunda Guerra Mundial, cuando dirigió a más de 6000 científicos de todas las disciplinas. También sabía que era imprescindible la comunicación entre los investigadores de diferentes ciencias:

«La suma de las experiencias del género humano está creciendo de una manera prodigiosa, y los medios que utilizamos para desenvolvernos a través de la maraña de informaciones hasta llegar a lo que nos interesa en cada momento son exactamente los mismos que se utilizaban en la época de aquellos barcos cuya vela de proa era cuadrada».

Bush, en definitiva, quería actualizar la célebre frase de Francis Bacon que se convirtió en el lema de la Royal Society y que ayudó a crear la ciencia moderna y al mismo tiempo proporcionó a Inglaterra un imperio: «La información es poder». A mediados del siglo XX, ante el aumento constante de la información, lo importante ya no era sólo tener la información, sino poder y saber manejarla:

Para entender la complejidad del problema, podemos comparar el método de trabajo de Ortega y Gasset (y tal vez también el del propio Vannevar Bush) con las nuevas posibilidades que Bush profetizaba.

 

 

Las mesas de Ortega y la mesa de Bush

Ortega y Gasset

La mesa de escribir de Ortega y Gasset

En alguno de los libros de Ortega y Gasset, o tal vez en los comentarios de alguno de sus biógrafos, leí el método que el filósofo empleaba en su trabajo. Intentaré contarlo aquí fiándome de la memoria, porque, ay, no he encontrado el pasaje original entre los miles de libros de mi biblioteca analógica (lo que es una confirmación más del problema que estamos tratando en este artículo).

Cuando Ortega tenía que escribir un libro, lo primero que hacía era buscar en su biblioteca  todos los libros que creía que podían relacionarse con el tema. A veces tenía que solicitarlos a bibliotecas públicas o privadas o pedírselos a autores que vivían en otros países. Poco a poco iba reuniendo todos los libros que consideraba pertinentes y comenzaba a buscar y marcar las páginas en las que había citas interesantes. Después, en las cuatro mesas que tenía en su despacho, comenzaba a colocar los libros abiertos por la página que más le interesaba. Era entonces cuando comenzaba a escribir. A medida que necesitaba una u otra cita, se paseaba alrededor de las mesas y la buscaba entre las varias docenas de libros abiertos o marcados con papelitos; copiaba la cita, anotaba el número de la página y quizá, si ya no había ningún pasaje citable en ese libro, lo devolvía a la biblioteca y aprovechaba el espacio libre para colocar un nuevo volumen.

Por el contrario, la mesa de trabajo que Vannevar Bush proponía en Cómo podríamos pensar era muy diferente, aunque sólo fuera una  hipótesis:

Vannevar Bush
La mesa de Vannevar Bush

 En vez de varias mesas, Bush proponía una única mesa con un extraño artilugio:

«Consideremos un futuro artefacto de uso individual, una especie de archivo privado mecanizado y biblioteca. Necesita un nombre, y para escoger uno al azar, lo llamaremos ‘Memex’ (MEMory EXtended System). Un ‘memex’ es un artefacto mecanizado en el cual un individuo puede almacenar todos sus libros, archivos y comunicaciones, y que permite ser consultado con gran velocidad y flexibilidad».

El memex permitiría encontrar rápidamente cualquier dato y relacionarlo con otros muchos, sin necesidad de ordenar toda esa información de manera lineal o puramente secuencial. Bush se había dado cuenta de que la mente humana no funciona como un libro, ni como una enciclopedia o diccionario:

«Nuestra ineptitud a la hora de acceder al archivo está provocada por la artificialidad de los sistemas de indización. Cuando se almacenan datos de cualquier clase, se hace en orden alfabético o numérico, y la información se puede localizar (si ello resulta posible) siguiéndole la pista a través de clases y subclases. La información se encuentra en un único sitio, a menos que se utilicen duplicados de ella, y se debe disponer de ciertas reglas para localizarla, unas reglas que resultan incómodas y engorrosas. Y una vez que se encuentra uno de los elementos, se debe emerger del sistema y tomar una nueva ruta».

Por eso, todos los sistemas que intentan ordenar la información de manera alfabética, temática o siguiendo cualquier otro orden jerárquico de clases y subclases, contradicen la manera en la que trabaja el cerebro:

«La mente opera por medio de la asociación. Cuando un elemento se encuentra a su alcance, salta instantáneamente al siguiente que viene sugerido por la asociación de pensamientos según una intrincada red de senderos de información que portan las células del cerebro».

Es llamativo, por cierto, que en este texto, considerado como la primera formulación científica del concepto de hiperenlace, se emplee la expresión “senderos de información”, porque el otro texto precursor del hiperenlace es El jardín de los senderos que se bifurcan, de Jorge Luis Borges.

En definitiva, lo que Bush proponía con su Memex era un sistema de búsqueda de información que no necesitara de complicaras estructuras jerárquicas, de clasificaciones llenas de categorías y subcategorías, sino que las búsquedas se pudieran hacer por la mera similitud entre el término buscado y los resultados. Los ordenadores y la red mundial, con la inestimable ayuda de los algoritmos de Google, han convertido en realidad el viejo sueño de encontrar una aguja en un pajar: basta con escribir la palabra «aguja».

 

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Aquí puedes ver una animación de la descripción que Bush hizo del memex en una curiosa animación realizada en 1995 con el software Macromedia Director:

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De la relación de Borges con el hipertexto hablo en otro artículo: Jorge Luis Borges, santo patrón del hipertexto

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CÓMO SE INVENTÓ EL FUTURO

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