No dejes que tu sudor manche el guión

Paradoja nº4: El guionista debe trabajar para que su trabajo no se note

| Las 42 paradojas del guionista
Gustave Flaubert, el dios de la literatura. En su panteón puede verse a varias de sus criaturas: Salambó, Madame Bovary o Bouvard y Pecuchet

 

Gustave Flaubert trabajaba horas y horas escribiendo sus libros, hasta quedar extenuado, pues como él mismo decía:

 

“Los libros no se hacen como los niños, sino como las pirámides, con un diseño premeditado, y añadiendo grandes bloques, uno sobre otro, a fuerza de riñones, tiempo y sudor.”

No cabe duda de que hay escritores y guionistas que se esfuerzan y sufren más que otros cuando escriben, los hay perfeccionistas y resignados, maniáticos y descuidados. Flaubert, como se ve por su correspondencia con Louise Colet, los superó a  todos:

«No sé si es la primavera, pero estoy de un mal humor prodigioso; tengo los nervios tensos como hilos de latón. Estoy rabioso sin saber por qué… ¿Sabes cuántas páginas habré escrito dentro de ocho días desde mi regreso de París? Veinte. ¡Veinte páginas en un mes, trabajando al menos siete horas al día!»

André Gide, sin embargo, pensaba que la razón de los sufrimientos de Flaubert no eran las palabras, sino el detestable clima de la región en la que vivía:

“El creía que estaba luchando contra las palabras, cuando en realidad luchaba contra el cielo; y es posible que en otro clima, exaltado su espíritu por la sequedad del clima, hubiese sido menos exigente, o hubiese obtenido los mismos resultados sin tanto esfuerzo”.

Pero volvamos a la percepción que el lector o espectador tiene, al leer un libro o ver una película, del trabajo oculto del escritor o del guionista. Porque eso no se limita a ver las “gotas de sudor” de los autores en las páginas del libro en las escenas de la película.

El autor omnipresente

En muchas ocasiones, el espectador percibe la presencia del autor por culpa de su pretenciosidad o fatuidad: el creador quiere hacerse notar y proclamar lo listo que es. El orgullo por el trabajo bien hecho no es malo en sí. Puede ser un estímulo para la creatividad y un reconocimiento merecido. Pero conviene dejar que sean los demás quienes lleguen a esa conclusión y no que uno mismo presuma, porque hay pocas cosas más vulgares y fatigosas que la presunción explícita. Ante la presunción de alguien, nos vemos obligados a reflexionar, pero ya no acerca de lo que nos están contando, sino acerca de si la persona que nos lo cuenta tiene suficientes razones para creerse tan lista. Hay directores muy capaces que echan a perder sus películas debido a su obsesión por dejar claro que son extremadamente inteligentes, inusualmente revolucionarios o increíblemente sofisticados. No sólo quieren contarnos una estupenda historia, sino que, además, quieren dejar claro que es a él o ella a quien se le ha ocurrido.

Lars von Trier
Lars von Trier con su cámara, o a la inversa

Uno de los casos más notables en el cine actual es, al menos para mi sensibilidad, Lars von Trier, que en sus películas siempre propone al espectador la misma declaración implícita: “¿Verdad que soy un genio?”. A mí me resulta difícil disfrutar de su cine no porque él me caiga bien o mal, sino porque a lo largo de toda la película subraya su presencia detrás de la cámara: “Aquí estoy, ¿qué piensas de lo que pienso y de cómo te lo estoy contando?”. Y la verdad es que no me parece que Lars von Trier tenga una manera de pensar interesante, sino que la veo más bien tópica, así que su presunción exagerada me estropea el disfrute de sus películas. Sus rasgos de ingenio, como en el simpático planteamiento inicial de Dogville, pronto quedan anulados por su temperamento obsesivamente fatuo.

Se da la paradoja de que las normas de Dogma 95, que Lars von Triers creó junto a Thomas Vintenberg, parecen ir contra la presunción del director, pues la décima norma proclama:

«10. El nombre del director no debe aparecer en los títulos de crédito».

Pero aunque el nombre no aparezca en los créditos, la sombra omnipresente del director siempre está ahí: todos sabemos quién es el autor de cada película de Dogma, aunque no figure en los créditos. En cuanto a casi todas las otras normas que buscan el naturalismo perdido, como: 1.Los rodajes tienen que llevarse a cabo en locaciones reales. No se puede decorar ni crear un «set». Si un artículo u objeto es necesario para el desarrollo de la historia, se debe buscar una localización donde estén los objetos necesarios. 2. El sonido no puede mezclarse separadamente de las imágenes o viceversa (no debe usarse música, a menos que se grabe en el mismo lugar donde la escena se está rodando). 3. Se rodará cámara en mano. Se permite cualquier movimiento o inmovilidad debido a la mano. (La película no debe estar donde esté la cámara; al contrario, el rodaje debe ocurrir donde se dé la película). 5. Se prohíbe cualquier efecto óptico y los filtros. Esta normas o sirven, como puede parecer a primera vista, para lograr un cine más realista o más natural, o para quitar protagonismo al director, sino para todo lo contrario: para hacer notar al espectador que ahí detrás hay siempre un director, aunque no firme la película. Cuando von Triers decide usar la cámara en mano, no es para huir de la artificiosidad del trípode y los planos medidos, sino para que se note nuevamente que hay alguien detrás de la cámara: su movimiento constante nos revela esa presencia. Es como si alguien nos invitara a ver un paisaje a través de una ventana y estuviera al mismo tiempo cambiando el marco de la ventana, poniendo persianas, cortinas, quitándolos, o reduciendo y ampliando el marco. Está claro que en tal situación el paisaje sería lo de menos. Ya no veríamos el paisaje a través de una ventana, sino a través de una ventana. A pesar de que lo que propone Dogma 95 parece una sana vuelta a la sencillez del neorrealismo italiano, es en realidad lo contrario, excepto en algunos casos de directores de Dogma 95 menos pedantes o pretenciosos. Un ejemplo curioso es el del movimiento de la cámara en mano: eso no imita ninguna realidad conocida, ningún naturalismo de la mirada, porque nadie ve así la realidad. Los seres humanos tenemos unos estabilizadores de la visión asombrosos, que nos devuelven una imagen nítida y enfocada incluso si nos agachamos de repente o si saltamos en el aire. Tan sólo vemos como las cámaras en mano de Dogma 95 cuando estamos borrachos o mareados. Es decir, que esas normas no reflejan el naturalismo, sino tan sólo el estado transitorio de la tecnología cinematográfica. Si hoy en día repitiéramos cámara en mano la misma película que hicimos en 1996, la imagen se mostraría increíblemente estable.

Curiosamente, Flaubert trabajaba horas y horas sin descanso buscando el adjetivo exacto, pero lo hacía, como el mismo insistía una y otra vez, para que todo ese trabajo no se notara, para el los lectores no percibieran su esfuerzo, porque era «de mal gusto que en las páginas del libro se viera el sudor del escritor». Por el contrario, otros escritores “literarios” en cada frase están haciendo notar al lector que han estado consultando sin cesar el diccionario para buscar el sinónimo preciso.

La paradoja se puede aplicar también a muchas situaciones de guión en las que los personajes no parece que digan lo que piensan, sino lo que piensa el guionista. A menudo cuento la anécdota que me sucedió cuando dirigí un programa de payasos llamado Trilocos. Un guionista envió un guión en el que uno de los personajes, Chifo, se enfadaba con sus compañeros y les decía: “¡Si es que sois de la piel del diablo! ¡Parecéis carteros!”

La referencia a los carteros, en aquel contexto, sin duda habría desconcertado al espectador, que se habría preguntado qué le había pasado a Chifo con los carteros. Aunque, como es obvio, el que había tenido graves problemas con los carteros no era Chifo, sino el guionista (eso es lo que me pregunté al leer el guión: ¿qué le habrán hecho a este hombre los carteros?)

En Balas sobre Broadway hay una escena en la que los actores se ven en esa situación tan frecuente en la que su texto no refleja al personaje sino al autor:

Balas sobre Broadway, de Woody Allen

Y sin embargo…

Creo que la idea de que el trabajo del guionista no se debe notar es muy interesante. Sin embargo, el placer que obtengo al revisar Las paradojas del guionista consiste en intentar refutarme a mí mismo, o al menos matizar algunas cosas y descubrir nuevas maneras de entender las cosas. No hay nada más fatigoso que repetirse a sí mismo una y otra vez, así que buscaré algunos argumentos a favor de que se note el trabajo del autor. Estoy seguro de que existen muchos ejemplos en los que el hecho de que se note al autor detrás de la obra es interesante. En parte podemos pensar que cualquier película de metalenguaje cae a propósito en este defecto, y muchas de ellas son estupendas, como Fellini Ocho y medioLa noche americana de Truffaut, o Adaptation, de Spike Jonze y Charlie Kaufman. También hay cuentos y novelas en las que el autor está siempre presente y muchas de ellas son, en mi opinión, maravillosas, como Tristam Shandy, de Sterne, Jacques el fatalista, de Diderot, Si una noche de invierno un  viajero, de Italo Calvino o Bella de candor, la novela erótica chica en la que el autor termina cada capítulo presumiendo de lo bien que lo ha escrito.. El caso más extremo sería el de todo un género que gira única y exclusivamente alrededor del autor de la obra: las autobiografías.

Ahora bien, en el metalenguaje o lo autobiográfico, el lector o espectador se encuentra ante una propuesta explícita: “Voy a hablar de mí mismo”. Es una propuesta quizá egocéntrica, pero no tramposa.

¿En qué casos, entonces, desobedecer la norma de que no se note el trabajo del autor puede dar como resultado una obra interesante? Supongo que en muchas ocasiones eso será muy subjetivo: depende de que nos caiga bien el autor en cuestión o que nos parezca interesante su obsesión por mostrar lo listo que es. En algunos momentos he sentido esa atracción hacia algunos célebres ególatras, como Dalí o Godard, que en otros momentos también me han parecido insoportables. Pero me gustaría encontrar algún ejemplo, que estoy seguro de que existe, de un autor cuyo trabajo se note, pero no a causa de su egolatría, sino a causa de una decisión narrativa, o simplemente a causa de su torpeza y que, al mismo tiempo, resulte interesante. Ahora mismo se me ocurre un ejemplo interesante, pero lo dejo para otro momento.

Escribí la frase anterior hace unos años y, lamentablemente, no recuerdo si anoté ese ejemplo, que tampoco consigo recordar. Lo que sí sé es que, tengo que contradecirme a mí mismo, al menos en cierto modo, porque debo reconocer que los libros y películas que más me interesan son casi siempre aquellos en los que de algún modo se percibe la mano de su autor o autor, ya se trate de literatura, pintura, escultura o cine. Pero supongo que la carga de pretenciosidad añadida a esa presencia me resulta fatigosa, como supongo que a cualquiera (excepto al presuntuoso, que nunca se cansa de sí mismo).


Certificado de Dogma 95 para la película se Sussanne Bier (Corazones abiertos, 2001)
LAS NORMAS DE DOGMA 95 VOTO DE CASTIDAD

Juro que me someteré a las reglas siguientes, establecidas y confirmadas por:

  1. El rodaje debe realizarse en exteriores. Accesorios y decorados no pueden ser introducidos (si un accesorio en concreto es necesario para la historia, será preciso elegir uno de los exteriores en los que se encuentre este accesorio).
  2. El sonido no debe ser producido separado de las imágenes y viceversa. (No se puede utilizar música, salvo si está presente en la escena en la que se rueda).
  3. La cámara debe sostenerse en la mano. Cualquier movimiento -o inmovilidad- conseguido con la mano están autorizados.
  4. La película tiene que ser en color. La iluminación especial no es aceptada. (Si hay poca luz, la escena debe ser cortada, o bien se puede montar sólo una luz sobre la cámara).
  5. Los trucajes y filtros están prohibidos.
  6. La película no debe contener ninguna acción superficial. (Muertos, armas, etc., en ningún caso).
  7. Los cambios temporales y geográficos están prohibidos. (Es decir, que la película sucede aquí y ahora).
  8. Las películas de género no son válidas.
  9. El formato de la película debe ser en 35 mm.
  10. El director no debe aparecer en los créditos.

¡Además, juro que como director me abstendré de todo gusto personal! Ya no soy un artista. Juro que me abstendré de crear una obra, porque considero que el instante es mucho más importante que la totalidad. Mi fin supremo será hacer que la verdad salga de mis personajes y del cuadro de la acción. Juro hacer esto por todos los medios posibles y al precio del buen gusto y de todo tipo de consideraciones estéticas.

Así pronuncio mi voto de castidad.

Copenhague, Lunes 13 de marzo de 1995.

En nombre de Dogme 95,

Lars von Trier – Thomas Vinterberg

Tengo que admitir que alguna de las normas me gusta, en especial la sexta: no usar armas ni muertes. Es una de las reglas que pongo a veces a mis alumnos cuando tiene que escribir un guión o crear uan trama. Lo hago porque en cuanto hay una muerte arece como que ya ha sucedido algo interesante o trascendental y eso lleva a una gran pereza narrativa.


 

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