La presencia en mentes ajenas

Me sorprende que alguien a quien apenas conozco me salude por mi nombre. Ya sé que es absurdo que algo tan sencillo me llame la atención, pero me parece insólito que una persona casi desconocida almacene mi nombre y mi imagen durante años, llevando a todas partes un recuerdo de mi rostro y de mi nombre, en todos sus días y en todos sus viajes. Si se aplicara el consejo de Sherlock Holmes de no llenar con conocimientos inútiles el limitado espacio de nuestro desván mental, me parece que, al menos de manera instintiva o intuitiva, que yo sería algo de lo que convendría deshacerse para ganar más espacio. Esta opinión hacia mí mismo quizá parezca un rasgo de modestia insólita o quizá de falsa modestia, pero es lo que pienso realmente, al menos cuando me recuerdan personas a las que no me une una relación intensa: ¿qué he hecho yo para ser recordado?

La cabaña de la Escuela

El asunto no me resulta tan sorprendente cuando es un computador quien me recuerda. Parece muy razonable que si a un computador le he proporcionado mis datos, por ejemplo mi contraseña de correo, sea capaz de recordarla en el momento en el que introduzco mi nombre. Pero encuentro algo misterioso en el hecho de que eso lo haga una persona, como si fuera absurdo que alguien me llevara consigo a todas partes sin que yo le haya dado la instrucción “recuerda mi nombre”, “recuerda mi contraseña”. Tal vez esta sensación tiene relación con mi obsesión por el anonimato. En cierto modo me parece como si me estuvieran robando parte de mi independencia, de mi autonomía y de mi privacidad, al no poder ser yo mismo quien decida cuándo estoy y cuándo no estoy en la mente de otras personas, algo que, al menos en principio, sí puedo decidir con mis artilugios informáticos.

El gran árbol de la Escuela

Creo que este reconocimiento por parte de mentes ajenas se puede comparar de alguna manera con la geolocalización que nos proporcionan los móviles o celulares cuando nos ofrecen resultados que nos pueden interesar, como la situación de carreteras, restaurantes, museos o monumentos. Del mismo modo que nuestros aparatos poseen datos almacenados en su memoria o en la memoria global de internet, que comparan con las coordenadas de la geolocalización, cada uno de nosotros poseemos en el interior de nuestro cráneo un rastreador de imágenes. Cuando a través de nuestros ojos se forma en nuestro cerebro la imagen de alguien que tenemos delante, el rastreador escanea en nuestra memoria y dictamina si se trata de un rostro al que podemos poner una etiqueta. Si existe esa etiqueta, a continuación nos ofrece más información, asociada con esa etiqueta. Eso es lo que debió suceder en el cerebro de esa persona que me ha reconocido hace un rato, y así me ha sucedido a mí hace un instante cuando, poco después del otro encuentro, he reconocido a Carlos T. y he gritado: “!Carlos!”, entrometiéndome, ahora yo, en su intimidad.

Supongo que en ocasiones el rastreador mental nos dice que un rostro es conocido, pero no encuentra inmediatamente la etiqueta “Carlos”: algo falla en la geolocalización, que no siempre es tan precisa como en los teléfonos móviles. También puede  suceder lo contrario, cuando acude a nosotros el nombre pero no logramos situar a la persona. ¿De qué la conocemos?, ¿cuándo nos vimos por última vez? En el caso de Carlos T. fue inmediato, porque yo acababa de ver su rostro en uno de los carteles de la Escuela. Si no hubiese visto esa ficha, en ese lugar que los alumnos llaman “el Totem”, donde se anuncian los profesores que llegan a la Escuela, quizá no le habría puesto nombre nada más reconocerlo, pues hacía algunos años que no nos veíamos, quizá desde aquel divertido curso que compartimos en Santo Domingo.

La cabaña y el gran árbol de la Escuela

Ahora bien, si comparamos al ordenador que nos ofrece datos en respuesta a una petición nuestra (por ejemplo cuando hacemos una búsqueda en Google) con el cerebro humano, parece que existe una diferencia importante. Me pregunto si esa diferencia no tendrá algo que ver con ese asunto todavía misterioso que es la conciencia. Intentaré explicar a qué me refiero.

Cuando un computador realiza una operación determinada, todos los pasos sucesivos están determinados por un algoritmo, que podemos examinar de manera retroactiva. Podemos comprobar que si el computador hizo algo concreto ahora es porque antes había hecho aquella otra cosa. Hay una relación de causa/efecto entre cada cosa que hace el computador.

Pues bien, eso no sucede con nosotros: a menudo descubrimos que no sabemos por qué hemos hecho esto o aquello y frecuentemente no podemos retroceder hasta la primera acción que puso en marcha nuestras elucubraciones. Una mañana, al despertarnos, cantamos una vieja canción que hacía tiempo que no recordábamos. ¿Por qué lo hemos hecho? No lo sabemos.

Ahora bien, esta diferencia entre nosotros y los computadores quizá es solo aparente y tal vez se debe a que no conocemos bien nuestro cerebro. Si lo conociéramos mejor podríamos responder a todos estos enigmas y descubrir la razón por la que hemos cantado esa canción al despertarnos. Tal vez.

Por otra parte, también en los computadores existe un punto ciego, una operación inexplicable, que no se puede deducir examinando retrospectivamente el algoritmo. Ese lugar vacío, sin causa deducible, es precisamente nuestra acción sobre el computador. Nosotros hemos escrito en Google: “Voltaire”, y a partir de ahí el computador ha hecho todas las operaciones lógicas y algorítmicas que le llevarán, en apenas un segundo, a ofrecernos los resultados de la búsqueda. Pero el computador no puede explicar por qué han aparecido en su caja de búsqueda las letras que conforman el nombre “Voltaire”. Eso, para la lógica del computador, es un milagro. También será un milagro, aunque no tan descomunal, que después elijamos uno de los resultados de la búsqueda y hagamos clic. En este caso, no resulta tan asombroso porque, aunque es cierto que podemos elegir entre miles de resultados, cada una de esas elecciones tiene un resultado previsible para el computador: llevarnos a la página elegida, sea cual sea.

Eso que llamamos conciencia, y que tiene mucha  relación con el libre albedrío, es una idea que se relaciona de alguna manera con la sensación de que no todo lo que hacemos sigue un proceso lógico necesario y preciso. Si cada cosa que hacemos pudiese seguirse minuto tras minuto y año tras año en una férrea cadena de causas y efectos, entonces nuestro sentimiento o sensación de tener conciencia y libre albedrío estaría en peligro. Hace varios siglos, Samuel Johnson, su fiel Boswell y otros amigos hablaron de este asunto, intentando explicar que Dios pudiera saber lo que vamos a hacer y que, al mismo tiempo, eso fuera compatible con nuestro libre albedrío, con nuestra capacidad de decidir lo que queremos hacer. Si Dios ya sabe lo que haremos, ¿podemos decidir hacer otra cosa?

__Si podemos hacer otra cosa, entonces Dios no lo conoce todo y no es omnipotente.

__Si no podemos hacer otra cosa excepto lo que Dios ha previsto y pre-visto, entonces no tenemos libre decisión.

Johnson y compañía recurrían a argumentos que ya había empleado el gran sabio Yehuda Ha-Levi: en ciertas circunstancias, nosotros mismos podemos prever que va a suceder algo, pero eso no implica que lo que sucede dependa de nosotros. Si podemos consultar una buena previsión meteorológica del tiempo que va  a hacer mañana, podemos tener una cierta seguridad de que lloverá, pero el hecho de que llueva no se debe a que nosotros lo sepamos. Del mismo modo, para Dios, que nos conoce a la perfección, nuestro comportamiento es completamente previsible, aunque seamos nosotros quienes tomemos las decisiones:

«Si tengo yo cierta familiaridad con un hombre, puedo juzgar con mayor probabilidad de acierto la forma en que actuará en cada caso, sin que ese juicio mío le suponga a
él la menor restricción. Dios puede disponer de esa probabilidad incrementada hasta ser certeza absoluta» [ref]James Boswell, Vida de Johnson[/ref].

La pregunta que nos podemos hacer es la siguiente: esos actos nuestros voluntarios y libres, que permanecen fuera de la férrea cadena de causas y efectos, de la malla algorítmica a la que sí obedecen los computadores, ¿existen?, ¿son realmente libres y acausales? ¿O se deben solo a nuestra ignorancia?

Una respuesta podría ser que esos huecos, esos momentos desencadenadores sin causa definida podrían ser causadospor las acciones de un Programador al que no percibimos, del mismo modo que un computador no puede percibir que nosotros tenemos la intención de escribir en el teclado las letras que forman el nombre de “Voltaire”. Esa sería una respuesta casi teológica recurriendo a un dios a través de la máquina informática, es decir, a un deus ex machina.


[Escrito en la Escuela de San Antonio de los Baños (EICTV) de Cuba el 19 de febrero de 2017. Revisado en 2018]

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